30 marzo 2011

GOSTAR DE FILHO

GOSTAR DE FILHO (Artur da Távola)

Gostar do filho é saber-se ridículo em meio à mais completa grandeza.
É ser piegas tanto quanto profundo e conviver com o que se soube economizar do emprego com o patrão vida.
É descobrir-se mudando a cada dia, um reviver aprendido.
Gostar do filho é perceber-se nada ante seu olhar implacável e sentir-se tudo ante sua dependência.
É babar retratinhos, depois de tê-los desdenhado nos outros.
É voltar a parques e circos sem precisar de desculpas, e fingindo que reclama do "trabalhão que eles dão".
Gostar do filho é reencontrar medos antigos que ficaram sepultados na personalidade adulta. E aprender a calar, pois chegará o momento de dizer (nem sempre é na mesma hora). Gostar do filho é, sobretudo, saber "não saber". Ou testar o que sabe, com modéstia e humildade.
É incorporar o que não sabe sem inveja. É usar o que sabe com prudência. É reformular a cada dia. É confirmar a cada instante. É tanto conhecer o que muda, como o que não muda, e saber distinguir os dois na hora certa.
Gostar do filho é sentir seu crescimento. Acompanhar seios, barbas, hormônios, fala, baba, cheiros, pêlos, palavras, letras, cadernos calças, espasmos, choros, medos, surfe, pelada, boneca, sexo, piriri, espanto, esbarro, radiografia, namorada, astronomia, mesada, mulher, homem, tudo acompanhar no mais altruísta dos egoísmos.
Gostar do filho é permitir-lhe o vôo, no máximo ensinando-o a distinguir ninho de arapuca. É amar a liberdade, mas ter medo da dele, permitindo-a.
Gostar do filho é desaprender a dormir para poder dormir em paz. É aprender a renunciar e a agüentar. É redescobrir agasalhos, natais, escadas rolantes, selos, caixas de fósforo, botão, prancha ou vestidinho. É conviver, roçar a pele, ficar todo mole quando ganha um abraço espontâneo depois de ter rejeitado tantos outros lá fora. E ser cego e clarividente. Profeta e embotado. Sábio e burraldo. Valente e covarde. Bobão e frio. Inseguro e protetor.
Guru e guri. E mudar a cada dia. Fundo, e contemplar os próprios limites com mais tolerância porque alguém salvará a espécie. É virar lobo, tigre, jumento ou colibri, palhaço, mago ou Kung-Fu, Gordo e Magro ou Flash Gordon.
Mas gostar do filho é, sobretudo, saber esperar. Não ter a pressa de aceitações, entendimentos e devoluções à vista. E saber conquistar pelo menos uma lembrança compreensiva, não importa quando venha, no fim dos tempos ou depois de amanhã.
Saber esperar as quatro estações cuidando as podas, regas, adubos, como quem cumpre um ritual, se possível cantando as canções da colheita, as que trazem a messe e a esperança do fruto. Que virá. Carregado de sementes.


20 enero 2011

Palabras de Cortázar


Comparto este texto maravilloso que me ha tocado leer en el libro que me regaló Ariel (mi hijo-amigo) por Navidad y que me ha hecho pensar... 

ESENCIA Y MISIÓN DEL MAESTRO

Escribo para quienes van a ser maestros en un futuro que es ya casi presente. Para quienes van a encontrarse repentinamente aislados de una vida que no tenía otros problemas que los inherentes a la condición de estudiante; y que, por lo tanto, era esencialmente distinta de la vida propia del hombre maduro. Se me ocurre que resulta necesario, en la Argentina, enfrentar al maestro con algunos aspectos de la realidad que sus cuatro años de escuela normal no siempre le han permitido conocer, por razones que acaso se desprendan de lo que sigue, y que la lectura de estas líneas - que ni tiene la menor intención de consejo - podrá tal vez mostrarles uno o varios ángulos insospechados de su misión a cumplir y de su conducta a mantener.
Ser maestro significa estar en posesión de los medios conducentes a la transmisión de una civilización y una cultura; significa construir, en el espíritu y la inteligencia del niño, el panorama cultural necesario para capacitar a su ser en el nivel social contemporáneo y, a la vez, estimular todo lo que en el alma infantil haya de bello, de bueno, de aspiración a la total realización. Doble tarea, pues: la de instruir, educar, y la de dar alas a los anhelos que existen, embrionarios, en toda conciencia naciente. El maestro se tiende hacia la inteligencia, hacia el espíritu y, finalmente, hacia la esencia moral que reposa en el ser humano. Enseña aquello que es exterior al niño; pero debe cumplir así mismo el hondo viaje hacia el interior de ese espíritu, y regresar de él trayendo, para maravilla de los ojos de su educando, la noción de bondad y la noción de belleza: ética y estética, elementos esenciales de la condición humana.
Nada de esto es fácil. Lo hipócrita debe ser desterrado, y he aquí el primer duro combate; porque los elementos negativos forman también parte de nuestro ser. Enseñar el bien, supone la previa noción del mal; permitir que el niño intuya la belleza no excluye la necesidad de hacerle saber lo no bello. Es entonces que la capacidad del que enseña - yo diría mejor: del que construye descubriendo - se pone a prueba. Es entonces que un número desoladoramente grande de maestros fracasa. Fracasa calladamente, sin que el mecanismo de nuestra enseñanza primaria se entere de su derrota; fracasa sin saberlo él mismo, porque no había tenido jamás el concepto de su misión. Fracasa tornándose rutinario, abandonándose a lo cotidiano, enseñando lo que los programas exigen y nada más, rindiendo rigurosa cuenta de la conducta y disciplina de sus alumnos. Fracasa convirtiéndose en lo que se suele denominar "un maestro correcto". Un mecanismo de relojería, limpio y brillante, pero sometido a la servil condición de toda máquina.
Algún maestro así habremos tenido todos nosotros. Pero ojalá que quienes leen esta líneas hayan encontrado también, alguna vez, un verdadero maestro. Un maestro que sentía su misión; que la vivía. Un maestro como deberían ser todos los maestros en la Argentina.
Lo pasado es pasado. Yo escribo para quienes van a ser educadores, y la pregunta surge, entonces, imperativa: ¿Por qué fracasa un número tan elevado de maestros? De la respuesta, aquilatada en su justo valor por la nueva generación, puede depender el destino de las infancias futuras, que es como decir el destino del ser humano en cuanto sociedad y en cuanto tendencia al progreso.
¿Puede contestarse la pregunta? ¿Es que acaso tiene respuesta?
Yo poseo mi respuesta, relativa y acaso errada. Que juzgue quien me lee. Yo encuentro que el fracaso de tantos maestros argentinos obedece a la carencia de una verdadera cultura, de una cultura que no se apoye en el mero acopio de elementos intelectuales, sino que afiance sus raíces en el recto conocimiento de la esencia humana, de aquellos valores del espíritu que nos elevan por lo sobre animal. El vocablo “cultura” ha sufrido, como tantos otros, un largo malentendido. Culto era quien había cumplido una carrera, el que había leído mucho; culto era el hombre que sabía idiomas y citaba a Tácito; culto era el profesor que desarrollaba el programa con abundante bibliografía auxiliar. Ser culto era – y es, para muchos – llevar en suma un prolijo archivo y recordar muchos nombres…
Pero la cultura es eso y mucho más. El hombre – tendencias filosóficas actuales, novísimas, lo afirman a través del genio de Martin Heidegger – no es solamente un intelecto. El hombre es inteligencia, pero también sentimiento, y anhelo metafísico, y sentido religioso. El hombre es un compuesto; de la armonía de sus posibilidades surge la perfección. Por eso ser culto significa atender al mismo tiempo a todos los valores y no meramente a los intelectuales. Ser culto es saber el sánscrito, si se quiere, pero también maravillarse ante un crepúsculo; ser culto es llenar unas fichas acerca de una disciplina que se cultiva con preferencia, pero también emocionarse con una música o un cuadro, o descubrir el íntimo secreto de un verso o de un niño. Y aún no he logrado precisar qué debe entenderse por cultura; los ejemplos resultan inútiles. Quizá se comprendiera mejor mi pensamiento decantado en este concepto de la cultura: la actitud integralmente humana, sin mutilaciones, que resulta de un largo estudio y de una amplia visión de la realidad.
Así tiene que ser el maestro.
Y ahora, esta pregunta dirigida la conciencia moral de los que se hallan comprendidos en ella: ¿bastaron cuatro años de escuela normal para hacer del maestro un hombre culto?
No; ello es evidente. Esos cuatro años han servido para integrar parte de lo que yo denominé más arriba “largo estudio”; han servido para enfrentar la inteligencia con los grandes problemas que la humanidad se ha planteado y ha buscado solucionar con su esfuerzo: el problema histórico, el científico, el literario, el pedagógico. Nada más, a pesar de la buena voluntad que hayan podido demostrar profesores y alumnos; a pesar del doble esfuerzo en procura de un debido nivel cultural.
La escuela normal no basta para hacer al maestro. Y quien, luego de plegar con gesto orgulloso su diploma, se disponga a cumplir su tarea sin otro esfuerzo, ése es desde ya un maestro condenado al fracaso. Parecerá cruel y acaso falso; pero un hondo buceo en la conciencia de cada uno probará que es harto cierto. La escuela normal da elementos, variados y generosos; crea la noción del deber, de la misión; descubre los horizontes. Pero con los horizontes hay que hacer algo más que mirarlos desde lejos; hay que caminar hacia ellos y conquistarlos.
El maestro debe llegar a la cultura mediante un largo estudio. Estudio de lo exterior, y estudio de sí mismo. Aristóteles y Sócrates, de ahí las dos actitudes. Uno, la visión de la realidad a través de sus múltiples ángulos; el otro, la visión de sí mismo a través del cultivo de la propia personalidad. Y, esto hay que creerlo, ambas cosas no se logran por separado. Nadie se conoce así propio sin haber bebido la ciencia ajena en incansables horas de lectura y estudio; y nadie conoce el alma de los semejantes sin asistir primero al deslumbramiento de descubrirse a sí mismo. La cultura resulta así una actitud imperceptiblemente; nadie puede despertarse una mañana y decir: “Soy culto”. Puede, sí, decir: “Sé muchas cosas”, y nada más. La mejor prueba de cultura suele darla aquel que habla muy poco se sí mismo: porque la cultura no es una cosa, sino que es una visión; se es culto cuando el mundo se nos ofrece con la máxima amplitud; cuando los problemas menudos dejan de tener consistencia; cuando se descubre que lo cotidiano es lo falso, y que sólo en lo más puro, lo más bello, lo más bueno, reside la esencia que el hombre busca. Cuando se comprende lo que verdaderamente quiere decir Dios.
Al salir de la escuela normal, puede afirmarse que el estudiante recién comienza. Queda lo más difícil, porque entonces se esta solo, librado a la propia conducta. En el debilitamiento de los resortes morales, en el olvido de lo que de sagrado tiene el ser maestro, hay que buscar la razón de tantos fracasos. Pero en la voluntad que no reconoce términos, que no sabe de plazos fijos para el estudio, está la razón de muchos triunfos. En la Argentina ha habido y hay maestros; debería preguntárseles a ellos si les bastaron los cuatro años oficiales para adquirir la cultura que poseen. “El genio – dijo Buffon – es una larga paciencia.” Nosotros no requerimos maestros geniales: sería absurdo. Pero todo saber supone una larga paciencia. Alguien afirmó, sencillamente, que nada se conquista sin sacrificio. Y una misión como la del educador exige el mayor sacrificio que pueda hacerse por ella. De lo contrario, se permanece en el nivel del “maestro correcto”. Aquellos que hayan estudiado el magisterio y se hayan recibido sin meditar a ciencia cierta qué pretendían o qué esperaban más allá del puesto y la retribución monetaria, ésos son ya fracasados y nada podrá salvarlos sino un gran arrepentimiento. Pero yo he escrito estas líneas para los que han descubierto su tarea y su deber. Para los que abandonan la escuela normal con la determinación de cumplir su misión. A ellos he querido mostrarles todo lo que les espera, y se me ocurre que tanto sacrificio he de alegrarlos. Porque en el fondo de todo verdadero maestro existe un santo, y los sontos son aquellos hombres que van dejando todo lo perecedero a lo largo del camino, y mantienen la mirada fija en un horizonte que conquistar con el trabajo, con el sacrificio o con la muerte.